“Yo soy de Siena, originario de Montalcino, la patria de uno de los mejores vinos de Italia y del mundo, el Brunello. Para mí el vino de mi país no es simplemente un producto como lo son otros. Cada vez que bebo un vaso de vino, éste me habla de mi tierra, de mi sol y de mi gente. El vino forma parte de mi vida y es una de las cosas que me hace sentir más emociones.
Si explicara qué cosa suscita en mí, lo compararía con mirar a una bellísima mujer de edad madura, que con sus ojos consigue transmitirme las sensaciones de su vida pasada”
Giacomo Rossini
Estas palabras atribuidas al genial compositor italiano, (Seguramente apócrifas, pues Rossini nació en Pésaro, no en Siena) autor de la asombrosa ópera Il Barbiere di Siviglia, podrían considerarse como la esencia misma del mediterráneo, a pesar de estar seguro de no poder superarlas, voy a tratar de explicar en qué consisten esas señas de identidad del Mare Nostrum.
El vino, junto con el trigo, el aceite de oliva y el pan, constituyen inequívocamente las señas de identidad gastronómica del Mediterráneo, durante milenios fueron la base de la alimentación de sus pueblos ribereños.
La diferencia entre la cultura Romana y la de los Bárbaros era que los romanos bebían vino, comían verduras y frutas, además de quesos, aceite de oliva y pan, (lo que hoy entenderíamos como una dieta saludable y mediterránea) la dieta de los Barbaros estaba compuesta básicamente de carnes rojas, grasas animales y cerveza.
Julio César fue un gran apasionado del vino y lo introdujo en todo el imperio romano, lo que equivalía a decir ¡en todo el mediterráneo!
No en vano, cuando cayó el imperio Romano en el año 476 en manos de las tribus germánicas (los bárbaros) nos sobrevino el oscurantismo de la Edad Media, que duró más de mil años, acabando con el descubrimiento de América en 1492, curiosamente, dicho descubrimiento, acabo influyendo de forma determinante en el desplazamiento de la influencia Mediterránea hacia occidente.
Influencia que hoy se podría decir (con total tristeza) es totalmente anglosajona. Pensemos en lo alejados que pueden estar Robert Parker y las decenas de Master of Wine existentes en el mundo, de la cultura mediterránea y lo entenderemos mejor.
No sería posible entender la historia de los pueblos mediterráneos sin el vino, pues esta bebida constituyo la base física y simbólica de la cuenca mediterránea, durante al menos diez mil años, su importancia civilizadora resulta incuestionable.
Se podría asegurar que el aprecio por el vino, fue prácticamente unánime entre las grandes civilizaciones que poblaron el Mare Nostrum, especialmente entre sus filósofos, escritores y artistas. No hay que olvidar que aquí nacieron los Cirenaicos, los Epicúreos y los Hedonistas. Doctrinas claramente inspiradas en el vino, en el placer y en su cultura.
Diversos autores y artistas nos han legado innumerables testimonios que dan fe de ello, solo recordar De Re Coquinaria de Apicio, o los escritos de Catón, Columela, Varrón, Ciceron y Virgilio, o la lírica de Horacio y Homero, las pinturas de Tiziano, Velázquez o Rubens, figura citado numerosas veces en los papiros egipcios, fue esculpido en los capiteles góticos, formaba parte de las sátiras de Juvenal o las epístolas de Séneca, además de en los epigramas de Marcial, la cena de Trimalción, o los consejos de Pitágoras, el banquete de Platón o la pasión de Sócrates por el sagrado néctar, incluso el Rey Salomón, era un gran aficionado al Comandaría chipriota, en definitiva, nada habría sido igual sin el vino.
Los Egipcios, griegos y los romanos, consideraron el cultivo de la vid como una ocupación sagrada, como un culto a sus divinidades Dionisos y Baco, al igual que los israelitas, cuando hablaban de la Tierra Prometida, aludían a un país de viñedos, donde especialmente la vendimia estaba considerada como una época de alegría y celebración, donde se bebía sin medida “la sangre de las uvas”; en Líbano y Palestina sucedía otro tanto.
Más tarde el vino siguió estando asociado a la religión, lo ritos paganos se convirtieron como por arte de magia en rituales sagrados, de hecho se cita en La Ultima Cena y es un elemento indispensable en el sacramento de la Eucaristía, precisamente gracias a ella, el vino y su cultura fueron preservados durante el oscurantismo de la Edad Media.
El vino, desde la más remota antigüedad, ha sido una bebida sagrada, pero también estrechamente ligada a las celebraciones importantes de la vida, banquetes, bautizos, bodas y comuniones no serían lo mismo sin él.
Con el vino, se han firmado los grandes tratados políticos, con él se ha rubricado una cena romántica o el desayuno posterior.
Definitivamente el vino mediterráneo es cultura, es placer.
Pero además de su imbricación con la cultura y la religión, el vino mediterráneo cuenta con varios factores comunes o señas de identidad que los caracterizan:
- Tienen una mayor intensidad colorante o pigmentación que los vinos septentrionales, debido a la insolación más intensa de las uvas.
- Cuentan con mayor grado alcohólico, pues hay más horas de insolación al año, y por tanto más azúcares convertibles en alcohol. Hasta que no hemos aceptado este hecho, elaborábamos vinos con uvas inmaduras, que alcanzaban apenas12 grados, los mismos que tenían los vinos de Burdeos o Borgoña.
- Gran tendencia a la oxidación.
- Poca capacidad para una prolongada crianza en botella.
- Vinos más frutales y maduros, aquejados a veces de sobremaduración.
- Menor acidez que los vinos septentrionales.
- Salvo los vinos italianos, que son un caso aparte, debido a su peculiar idiosincrasia, el resto de vinos elaborados por los países mediterráneos, adolece de una mala imagen y peor comercialización, puntos estos que se deberán mejorar, si queremos que se enfrenten comercialmente a países más dinámicos como Chile, Argentina o Australia.
- Unos peculiares aromas balsámicos, que son comunes a muchos de los vinos aquí elaborados, que en muchos casos nos recuerdan a la brisa marina, al pichpin, al ciprés, a diversas resinas y especialmente a las agujas de pino.
- Exceso de crianza de sus vinos en madera nueva, con los consiguientes defectos aromáticos, gustativos y táctiles que ello conlleva.
- Aquellos vinos elaborados con variedades típicamente mediterráneas como la Monastrell, la Moscatel y la Syrah (a pesar de ser de origen alpino, su adaptación al clima mediterráneo en el Ródano es formidable), por citar solo tres de las más importantes, gozan de una rotunda tipicidad, y habitualmente nos ofrecen vinos de gran calidad, apoyados en viñedos viejos, bien adaptados a un clima benéfico y a unas tierras poco fértiles.
- Gran estabilidad en las añadas, concepto que aquí no tiene la enorme trascendencia de otras zonas vinícolas.
- Pérdida progresiva de su tipicidad, debido a la invasión de las falsamente llamadas “Variedades mejorantes”, como son la Cabernet Sauvignon, Merlot y Chardonnay, por citar tan solo tres ejemplos. Decía un antiguo proverbio árabe, que: “la fruta del jardín del vecino siempre es más dulce”, parecía aludir a los bodegueros mediterráneos, que siempre piensan que lo foráneo es mejor.
- En todo el mediterráneo, los vinos blancos se suelen tomar demasiado fríos y los tintos demasiado calientes. Esta característica común ya no de ellos, sino de su deficiente “puesta en escena”, les perjudica claramente, atenuando los aromas en los blancos y resaltando el alcohol, ya de por sí excesivo en los tintos.
Cuesta creer que el vino y su cultura, no hayan sido declarados todavía Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
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